Me estoy quedando sin carne.
Tres días encerrado y en mi despensa cada vez hay menos muerte. Del tipo de muerte que me da vida. Carne cazada, mordida, arrancada, escogida, cortada, sazonada, empaquetada, acumulada, refrigerada, cocinada y degustada... con una cerveza bien fresca.
Apenas queda para dos o tres días y escucho por televisión que serán 15 los días de encierro, que no de soledad. Estoy muy acostumbrado a mi mismo, a mis pensamientos y a mi casi absoluta ausencia de emociones. Llevo tantos años dentro de mí que he conseguido sentir el mundo como a través de un guante de latex de esos azules que ahora se han puesto tan de moda. Nada que esté al otro lado me resulta del todo real, son formas que se mueven, estaciones de tiempo que trascurren y murmullos entre ruido.
Y es mejor asi, porque cualquier rasgadura provocada o accidental activa a mi alimaña, a mi bestia, al que siempre tiene hambre de fibras musculares y sangre sin ruido, que hace que mi rutina se esconda en una enorme habitación oscura desde la que, cómodamente sentado, observo sin pestañear como rasga mis paredes aislantes y olisquea el aire y selecciona la presa y caza y me alimenta.
Tenía que haberlo previsto pero mi distancia social es tan amplia que aunque escuchaba sobre el aumento de contagiados y victimas en tantos sitios del planeta, sólo podía pensar en el sabor de esas carnes infectas de tan reciente virus. Tal vez afectaría en algo a su sabor final y deberían ser condimentadas de forma distinta a la habitual. Quizás la infección acelerara el deterioro de la carne y el proceso de descomposición fuera más rápido y tal vez intensificara su paladeo. Es posible que la carne de los contagiados que apenas muestran síntomas y sobreviven sea particularmente exótica por su novedad en mi menu.
Todas estas dudas ya fueron resueltas con anteriores infecciones de años atrás y mi exquisito paladar supo reconocer en el 2009 durante el brote del H1N1 ciertos matices en los aromas de algunas partes específicas, sobre todo internas. Y es que me encanta la casqueria, no puedo evitarlo. Esa intensa satisfacción de unos buenos riñones al jerez o una tortilla de ajetes y sesos o un suculento filete de hígado encebollado. Es lo que tiene la casquería, que regala mucho con muy poca preparación. Todo lo incluye, no hay que sacarlo.
También recuerdo las suculentas cenas durante los años 80 de aquellas carnes con VIH. Que joven era mi alimaña entonces. Que rápida y ágil. Que certera en sus decisiones y aplicada en sus métodos. Olía, seleccionaba y vencía. La caza en los parques de mi ciudad donde las presas se besaban, follaban o se drogaban era tan simple y casi hermosa. Acechar tras el seto. Respirar los aromas. Salivar por la sensación futura. Seleccionar la pieza y acompañarla en sus últimas horas, a veces incluso, durante sus últimos días. Y en todo ese tiempo aprendías a quererla, se establecía un vínculo de algo parecido al amor espiritual entre un creyente y su Dios o Diosa. Sus caminos eran los mios. Sus amigos eran los mios. Sus familiares eran los míos. Sus vecinos eran los mios Su vida era la mía durante el acecho. Su vida era la antesala de la mía. En fin, que me enamoraba sin remedio. Y las sensaciones de aquella moderna carne infectada en un mundo de músicas y estéticas sin límites, daban alas a mis horas de aderezo, aliño y condimento en la cocina. Nunca fui mas creativo en mis recetas ni mas audaz en la caza.
Pero debo alejarme de tanta nostalgia.
Me estoy quedando sin carne y he de replantear mis métodos de sustento. Ahora las presas están en sus madrigueras. Seguras y encerradas. Los parques vacíos. Las calles despejadas. En los aparcamientos exteriores de los grandes centros comerciales no hay un alma. No hay noches de alcohol y desenfreno que invitan al abandono. Se me ocurre un símil tonto al ver ciertas imágenes en la televisión de personas comprando compulsivamente, siento su frustración. También los estantes de alimento en mi enorme supermercado vital están casi vacías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario