entre todas las mañanas
para aventurarse
con el último
de sus pasos
e invocar sin prisas
el final de su camino.
Ya había vivido demasiado.
Ya había bebido demasiado.
Ya había follado demasiado.
Ya había abofeteado demasiado.
Ya había reído demasiado.
Ya había delirado demasiado.
Ya había amado algo.
Demasiado, pensó, para
tan poco tiempo.
Es cierto que aún creía tener
cosas por hacer.
Viajar fuera de su barrio.
Respirar el mar desde un barco.
Mirar detrás del armario.
Bailar con esa vecina de enfrente.
Matar alguna paloma.
Aullar mientras se corre.
Dormirse en la cama.
Amar algo más.
Pero lo tenía decidido
porque esa mañana
entre todas sus mañanas
era la apropiada.
Y buscó la mezcla
en el engarce de su anillo
y lo encontró vacío.
Y probo con el alcohol
y sólo vio botellas vacías.
Y encendió el gas
Y su horno era eléctrico.
Así que cogió cien pastillas
de edulcorante del café
y las engulló sin miedo.
Ahora aúlla sin gozo
sentado en el inodoro
con las tripas al reguetón,
cagandole al viento
y llorando su infortunio.
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